Este nuevo año se presenta viejo. Será un año de achaques, de continuos resfriados, de dolores de espalda y riñones, de migrañas y fiebres altas. El horizonte que tantas veces hemos querido ver o inventar no tiene fecha ni forma. Ni brotes verdes, ni capotes de la Virgen ni rezos al altísimo. Dios hace mucho tiempo que nos abandonó a la suerte de banqueros y políticos deshumanizados.
¿Quién nos iba a decir hace sólo un año que a estas alturas seguiríamos hablando de macroeconomía, prima de riesgo o rescate? Las recetas – y no hablo de las que vamos a pagar a euro – no están funcionando. Y tirando de fe, que poca me queda, podemos creernos el nuevo dogma repetido hasta la saciedad; “nos estamos preparando para salir de la crisis”. No sé si han recortado también en neones o que la actualidad informativa me lleva siempre a un callejón oscuro. Y aunque reconozco que me cuesta me he decidido a buscar señales de optimismo.
Situaciones como las que vivimos hoy sacan lo peor de nosotros mismos, pero también lo mejor. Quedémonos con los cientos de voluntarios que han repartido comida y sopa caliente en las calles de nuestra ciudad, con aquellos que han acogido en sus propios hogares a familias desahuciadas o con esa abuela que ha estirado su pensión para mantener a hijos y nietos.
Reconozcamos a aquellos pequeños y medianos empresarios que a base de esfuerzo, horas e inventiva están manteniendo puestos de trabajo. Y a esos empleados que han entendido que es el momento de arrimar el hombro. A aquellos que están innovando, buscando nichos de negocio, mejorando su producto o incluso creando nuevos proyectos empresariales de éxito.
Valoremos el trabajo de voluntarios y la aportación de miles de familias a organizaciones que atienden las emergencias sociales de aquí y las de esos otros lugares del mundo donde la crisis es permanente. Mira a tu alrededor, seguro que encuentras razones para el optimismo.